Como arte de magia mayor,
el amor desaparece de las manos
y en la mente de alguien
es difícil reconstruir la escena.
¿El amor juega? ¿Escapa?
Sin referencia la duda persiste,
y de repente es ya «un estate quieto»,
con la obligación a rendirle culto
en la forma acorazada de un plástico
o un ramo sin vida de cuerdas secas
que conectan las intenciones
de unas manos arrastradas
hacia el torbellino de su «amor».
Pero el señor certero en la puñalada
anda aquí y se desaparece, y vuelve
para advertir enseguida
«conmigo no se juega».
Nadie lo ve, pero todos hablan
con la seguridad de una lengua
consumiendo su fuego.
Dicen sentirlo en los aires,
en los almacenes donde se reparte
el sonido,
en amplias galeras de sudoraciones
anónimas;
con cuerpos que deambulan
ataviados solo con disfraces,
como si se tratara de una comparsa
en los callejones más oscuros
del suburbio.
El amor irradia en el diamante del ojo,
desvela a quien se deje
y construye su nido por un tiempo
en el torrente de la sangre
que se infecta de amor barato
cuando hasta el nombre
se olvida en camas
que no han sido compradas
con el sudor de la frente
pero sí revisitadas a destiempo
para adherir a la elasticidad
el músculo fugitivo,
mientras alguien perece con la idea
de una grotesca eternidad.