1)
Los helados de vainilla se derriten en la lengua
mientras esperamos.
Querida mamá: Ayer fuiste joven, y nos llevaste
a Robert y a mí, a ese paseo inolvidable.
Papá desperdiciaba el tiempo en el billar,
y tú, dispuesta, cargaste con nosotros.
Primero el malecón, luego una feria pequeña
que se desmoronaba con el óxido.
Pudimos pasar a la plaza: escaparates, puestos de revistas y,
finalmente, la mesa en la que pusimos la impaciencia
y una sensación irremediable de felicidad transitoria.
Ahora así me veo, captada como nunca: feliz y alegre
en la imagen instantánea que el desconocido aquel, -siempre
a tu lado como un mosco-, nos regaló.
2)
Giselle puede estar triste, tal vez sorprendida.
Hoy no fue el día aburrido que se veía venir
en nuestros juegos en un «patio» reducido a 3 x 3.
Fue el correteo a campo libre. La proyección lunar
de lo que parecía un show caro, anunciado
en la marquesina improvisada de la feria.
Atrás quedó el malecón y una sed que fue resuelta
con sabor a helado de vainilla.
Quedó también mi pregunta y una tímida aceptación
a quien dejaba sus gafas sobre la mesa, y se disponía
a disparar el flash.
3)
Por fin he dicho que sí, que saldríamos los tres.
Se puede ignorar la insistencia evadiendo la necesidad,
pero al final, lo que reluce es el atrevimiento.
Así los tres, me imaginé como en un sueño,
o como en una vaga película que trata sobre una familia…
Lo que pienso se idealiza, y carcome lentamente.
Si pienso en tres, es porque hay un cuarto elemento
irrumpiendo amablemente. Quiere entrar a una vacante.
Quiere ser él, no por un momento, sino para siempre,
como lo ha prometido, como lo dice constantemente.
Le doy lugar, le doy a mi familia. Nos damos todos.
A punto está de oprimir el obturador.
Nuestros vacíos se ven cifrados en una imagen fotográfica.